Los antiguos adeptos del Tao eran sutiles y flexibles, profundos y globales.
Sus mentes eran demasiado profundas para ser penetradas.
Siendo impenetrables, sólo podemos describirlos vagamente por su apariencia.
Vacilantes como alguien que atraviesa una corriente en invierno; tímidos como los que temen a los vecinos que les rodean; prudentes y corteses como un invitado; transitorios como el hielo a punto de fundirse; simples como un tronco no esculpido; profundos como una cueva; confusos como una ciénaga.
Y sin embargo, ¿qué otras personas podrían pasar tranquila y gradualmente de lo turbio a la claridad? ¿Quién, si no, podría pasar, con lentitud pero con constancia, de lo inerte a lo vivo? Quien observa el Tao no desea estar lleno.
Mas, precisamente porque nunca está lleno, puede mantenerse siempre como un germen oculto, sin precipitarse por una prematura madurez.